Cómo medir el impacto real de la formación en seguridad: KPI, gamificación y cultura preventiva como ejes de análisis.
Cada año, miles de empleados reciben formación en seguridad: cómo actuar ante un incendio, cómo reconocer un ciberataque, cómo prestar auxilio en caso de parada cardiorrespiratoria. Sin embargo, pocas organizaciones se detienen a responder una pregunta fundamental: ¿esa formación ha servido para algo más que cumplir con la normativa? Evaluar el impacto real de la formación en seguridad no es un lujo; es una necesidad operativa, presupuestaria y estratégica. La profesionalización del sector no se mide por la cantidad de cursos impartidos, sino por el efecto que provocan.
El primer paso es definir indicadores claros. No basta con medir la asistencia o la satisfacción inmediata. Que un empleado haya acudido a una sesión o haya respondido afirmativamente en una encuesta genérica no implica que esté en condiciones de actuar con eficacia ante un incidente. El verdadero retorno de una formación en seguridad se aprecia cuando se traduce en comportamiento, preparación y respuesta real. Por eso, el diseño de indicadores —o KPI, en su acepción técnica— debe ir más allá del formulario estándar. Algunos de los KPI’s más útiles son:
– Reducción del número de incidentes o su gravedad, especialmente si estos están directamente vinculados al contenido formativo impartido. Por ejemplo, si tras una formación en ciberseguridad se detecta una disminución en accesos no autorizados por descuidos de los usuarios, o si tras una sesión sobre manipulación de productos inflamables se reducen los avisos por uso indebido de equipos, es posible establecer una relación causal.
– Resultados de simulacros, evaluando no solo si se cumple el procedimiento, sino si se mejora en tiempos de evacuación, uso correcto de extintores o dispositivos, comprensión de roles asignados y comunicación interna. Este KPI es especialmente útil para instalaciones críticas, hospitales, aeropuertos o infraestructuras con múltiples zonas y turnos.
– Encuestas específicas post-formación, que no se limiten a medir satisfacción, sino que indaguen en el grado de confianza del trabajador ante un posible incidente, su comprensión de los protocolos y su capacidad para identificarse con un rol dentro de la respuesta operativa.
– Observación directa, ya sea mediante visitas a zonas sensibles, auditorías internas o ejercicios sorpresa. La observación de errores operativos que contradicen lo enseñado en la formación permite detectar carencias formativas, resistencia al cambio o deficiencias en la transmisión del conocimiento.
– Síntomas de cultura preventiva, como la aparición de consultas voluntarias, propuestas de mejora, alertas emitidas por los propios trabajadores o uso espontáneo de los canales de comunicación establecidos para temas de seguridad. Cuanto más visible es esta cultura, mayor es la integración de la formación en el día a día.
– Tasa de participación activa durante la formación: el número de intervenciones, preguntas, implicación en ejercicios prácticos o simulaciones. Una alta participación suele correlacionarse con mayor retención y aplicabilidad de los contenidos, sobre todo cuando se compara entre distintas áreas o turnos.
– Nivel de mejora entre evaluaciones diagnósticas, es decir, la diferencia entre los conocimientos o habilidades antes y después de la formación, medidos mediante pruebas prácticas o ejercicios. No es un test académico, sino una medición ajustada al contexto operativo: saber usar un EPI, aplicar una maniobra de reanimación, reconocer una amenaza digital.
– Índice de transferencia al puesto de trabajo, que evalúa si lo aprendido en la formación ha sido incorporado efectivamente en los procedimientos cotidianos. Este KPI requiere tiempo y coordinación con los responsables de área, pero es el que confirma si la formación tiene impacto estructural o se queda en el plano simbólico.
En todos los casos, el objetivo no es acumular métricas, sino identificar los efectos tangibles de la formación. Si no hay cambio observable -en el comportamiento, en la confianza, en la respuesta o en la prevención-, no hay formación eficaz, por mucho que el informe final esté perfectamente redactado.
No todas las formaciones tienen el mismo impacto, ni responden a las mismas lógicas organizativas. Las formaciones obligatorias, habitualmente exigidas por normativa sectorial o por requisitos internos de cumplimiento (compliance), suelen estar marcadas por la necesidad de cubrir un expediente: que el trabajador firme su asistencia, que se acredite el contenido impartido y que se archive el informe. Un ejemplo clásico es la formación de reciclaje de los vigilantes de seguridad, que si bien cumplen una función legal necesaria, muchas veces son percibidas como un trámite y su aprovechamiento depende casi exclusivamente del interés individual del participante.
En el extremo opuesto se encuentran las formaciones voluntarias, que no están impuestas por ninguna normativa externa, pero forman parte de una estrategia interna de refuerzo competencial. Aquí la participación del empleado es más genuina, suele estar vinculada a una percepción de valor añadido -ya sea profesional, personal o incluso emocional- y los resultados tienden a ser mejores, sobre todo si se integran en un plan de desarrollo más amplio. Estas formaciones refuerzan la cultura preventiva desde la motivación, no desde la obligatoriedad.
En los últimos años ha ganado protagonismo un tercer modelo: la formación gamificada, que introduce elementos de juego, competición o simulación en entornos seguros y realistas. Escape rooms de ciberseguridad, simulaciones de evacuación con cronómetro, tableros con retos por equipos, … Este tipo de dinámicas, promovidas en las estrategias de aprendizaje activo, tienen como ventaja el aumento de la implicación, la mejora de la retención de contenidos y el refuerzo de la toma de decisiones bajo presión. No sustituye la formación técnica tradicional, pero sí la complementa y la hace más eficaz, sobre todo en contextos donde el conocimiento necesita convertirse en reacción rápida y operativa.
La diferencia entre formar y transformar no siempre es evidente en los documentos internos, pero se hace dolorosamente visible en una emergencia. Un importante edificio administrativo en España, con más de quinientos empleados, llevaba cinco años repitiendo una formación obligatoria sobre evacuación. Todo estaba correctamente registrado: firmas, contenido, certificados. Sin embargo, durante un incidente real -un pequeño fuego eléctrico en una zona de almacenaje- se descubrió que casi el 70 % del personal desconocía su ruta de evacuación o el punto de encuentro asignado. Algunos se dirigieron a salidas bloqueadas, otros esperaron instrucciones que no llegaron. El tiempo total de evacuación duplicó el previsto en el plan. La documentación cumplía, pero la seguridad real no existía.
Tras este episodio, la organización optó por rediseñar el enfoque. Implantó una formación gamificada en parte y se ensayaron múltiples escenarios con participación activa. En menos de seis meses, el tiempo medio de evacuación se redujo en un 37 %, y los errores en la ejecución cayeron drásticamente.
Un segundo ejemplo proviene del sector de la formación. Una empresa con fuerte presencia digital rediseñó su formación en ciberseguridad. En lugar de charlas técnicas, implantó un concurso interno para detectar correos de phishing, con puntuación, clasificación y recompensas. La tasa de clics en enlaces maliciosos se redujo un 62 % en tres meses, y las notificaciones voluntarias de intentos de ataque aumentaron significativamente. El aprendizaje dejó de ser una imposición y se convirtió en cultura organizativa activa.
Las organizaciones que invierten en seguridad deben hacerlo con perspectiva, no como una mera obligación normativa. No basta con contratar un curso, reunir a la plantilla y archivar las firmas como si eso garantizara preparación. Evaluar el impacto real de la formación no implica fiscalizar al trabajador, sino comprobar si lo aprendido ha calado, si los protocolos se comprenden, si las respuestas ante incidentes se ejecutan con solvencia. Evaluar no es desconfiar, sino afinar.
La formación en seguridad no se agota en la transmisión de contenidos. Se incorpora progresivamente, se entrena con constancia y se valida con situaciones reales o simuladas. El aprendizaje sin aplicación es olvido; el conocimiento sin práctica es adorno. Por eso, evaluar permite detectar fallos antes de que se conviertan en pérdidas.
Más allá del cumplimiento normativo, la clave está en integrar la formación dentro de una visión estratégica de la seguridad. Solo así se alcanza el objetivo real: que el conocimiento se traduzca en hábito, y la preparación, en capacidad de respuesta cuando más se necesita.
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